
EDITORIAL por Rodrigo Gamero
Montequinto despertó esta semana con una imagen que duele en el pecho: un matrimonio de más de 90 años, él enfermo de cáncer, siendo desalojado de la que fue su casa durante toda una vida. No un piso cualquiera, sino su hogar. Su refugio. Su historia.
Ver cómo dos personas mayores, frágiles, enfermas, son obligadas a abandonar su vivienda es algo que debería sacudirnos a todos. No por la espectacularidad del hecho, sino por la indiferencia con la que, poco a poco, hemos aprendido a convivir con lo inaceptable.
Porque lo más doloroso no es solo el desahucio. Es la frialdad con la que se ejecuta, la naturalidad con la que se ordena, la impasibilidad con la que el sistema gira sin detenerse a mirar a quienes deja en el camino.
¿De verdad es esto justicia?

¿De verdad una sociedad que permite que un anciano enfermo termine en la calle puede llamarse justa, civilizada o humana?
Hemos convertido la legalidad en excusa, y la compasión en un lujo. Hemos permitido que la burocracia pese más que la vida, que el valor de un papel supere al valor de una persona. Y mientras tanto, seguimos aprobando leyes, planes y discursos sobre “protección social” que en la práctica no protegen a nadie.
Lo que ocurrió en Montequinto no es un error aislado: es el síntoma de una enfermedad moral. Una enfermedad que se llama deshumanización. Que nos hace mirar sin ver, oír sin escuchar, obedecer sin pensar.
Cuando un país expulsa de su hogar a dos ancianos enfermos, el problema no es solo judicial, es ético. Es político. Es social. Es un fracaso colectivo.
Porque no se trata de buscar culpables, sino de asumir responsabilidades. Y todos las tenemos. La justicia, cuando olvida la empatía, se vuelve ciega de verdad.
Y un sistema que no protege a los más débiles, que no se detiene ante la vejez, la enfermedad o la dignidad, deja de ser un sistema: se convierte en una maquinaria sin alma. Ojalá que el eco de este desahucio no se pierda entre titulares de un día.
Ojalá sirva para recordarnos que el derecho a una vida digna no termina con la jubilación ni con una orden judicial. Porque si un anciano enfermo puede ser echado de su casa sin que el país se detenga, es que todos estamos en peligro.