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Bienvenidos al hábitat urbano (un sueño surrealista)

Por Jesús Cuenca.

La noche anterior debí de cenar algo extraño, porque tuve un sueño tan vívido que todavía me río (y me

incomoda) al recordarlo. Soñé que nuestra ciudad, en un alarde de creatividad administrativa sin límites,

decidía crear, al igual que alguna otra, la Concejalía de Hábitat Urbano. Como biólogo, sé que un hábitat

es un espacio donde una especie encuentra alimento, refugio y posibilidades de reproducción; trasladar

este concepto a la jungla de concreto, asfalto, terrazas, edificios y plazas parecía un experimento

pintoresco… hasta que comprendí que los “recursos” incluían desde palomas hasta patinetes eléctricos,

pasando por árboles centenarios y bancos de plaza, todos bajo la lupa de funcionarios con la precisión de

cirujanos y la sensibilidad de robots.

En mi sueño, me desplazaba de un lugar a otro con la elasticidad absurda que solo permite la lógica

onírica. Primero estaba frente a los árboles de un parque, cada uno obligado a pasar exámenes

psicológicos más exigentes que entrevistas para astronautas; los mismos árboles eran sometidos a

estudios de impacto estructural que se prolongaban más que un concilio ecuménico. Mientras los

vecinos lloraban su tala y protestaban, eran tratados como fauna irrelevante: su opinión, simple ruido de

fondo. Sin moverme demasiado, aparecía en la Hacienda Ibarburu, Bien de Interés Cultural, abandonada

a su suerte, víctima de la inercia burocrática, como si siglos de historia se evaporaran frente a

formularios interminables y sellos oficiales. Y, de repente, estaba contemplando el incendio de la

Mezquita de Córdoba, provocado por dejar maquinaria de limpieza dentro del templo, apenas un

“detalle menor” en el expediente de incompetencia crónica. Cada escenario se sucedía con la lógica

torcida del sueño: absurdo, exagerado, cruelmente irónico, y yo, espectador atónito, registraba la

tragicomedia de un mundo donde el patrimonio natural y cultural se somete al capricho de la burocracia.

Los funcionarios de la concejalía, armados con tablets y calculadoras, evaluaban si los bancos de la plaza

interferían con la dispersión del aire fresco o si los niños producían ruidos incompatibles con la

biodiversidad urbana. Los bares eran inspeccionados por generar “zonas de contaminación visual”, los

coches mal aparcados tratados como especies invasoras que podrían alterar el delicado equilibrio

ecológico del ecosistema callejero. Incluso las palomas parecían estar registradas en algún censo

invisible, por si sus excrementos alteraban la salud mental de los transeúntes. Los ciudadanos éramos

meros especímenes de laboratorio: abrir un paraguas requería permiso, sentarse en un banco era un

acto de civismo evaluable, y pasear al perro implicaba un cuestionario sobre impacto ecológico. En mi

sueño, los humanos éramos observados mientras los árboles, bancos y palomas eran catalogados como

patrimonio vivo de un ecosistema que nadie entendía, pero todos regulaban. Pero lo más irónico y

llamativo era que, cuanto más ridículos eran los procedimientos, más solemnes se mostraban los

funcionarios: la seriedad con la que medían la sombra proyectada por un árbol provocaba una risa

amarga; la solemnidad con la que ignoraban la Hacienda Ibarburu resultaba insultante; y el celo con que

archivaban el desastre de la Mezquita de Córdoba era digno de un premio de teatro del absurdo. Cada

decisión parecía un acto de burocracia escénica, una coreografía de reglamentos sin sentido, donde lo

vital y valioso se sacrificaba al altar de lo trivialmente controlable.2

Desperté aliviado. Todo había sido un sueño, un delirio de exageración y sarcasmo. Respiré tranquilo:

nadie iba a medir mi sombra, los bancos no estaban en peligro de ser tratados como invasores y los

árboles centenarios seguían en su sitio. Pero al contárselo a mi pareja, la realidad me golpeó con la ironía

más cruel: “Pero si la Concejalía de Hábitat Urbano ya existe”. Mi sueño, ironía incluida, se había

materializado.

Ahí estaba, la ciudad formalizando lo que solo mi imaginación había soñado: la vida diaria convertida en

un ecosistema regulado hasta el absurdo, donde palomas, árboles centenarios, repartidores y niños

forman parte del inventario oficial, mientras los monumentos históricos languidecen esperando

atención. El mundo real absorbía mi fantasía y la transformaba en burocracia tangible: la creación de la

concejalía legitimaba todo lo ridículo que antes solo existía en el universo onírico.

Comprendí entonces que vivir en un hábitat urbano no significa simplemente compartir espacio: significa

formar parte de un espectáculo continuo de normas, permisos y regulaciones que convierten la

existencia cotidiana en un laboratorio social donde lo valioso se ignora y lo absurdo se celebra. Solo me

quedaba resignarme y observar, mientras la ciudad seguía su curso, indiferente a nuestra sensibilidad y

nuestra impotencia.

Y, en un pequeño gesto de alivio, respiré hondo: al menos, ahora hay un nombre para toda esta locura.

Concejalía de Hábitat Urbano, que suena elegante y serio, y que quizá, algún día, sirva para algo. Sobre

todo, suspiré aliviado al darme cuenta de que no se les ocurrió ir más allá y hablar de “nicho” urbano,

como si nuestras vidas y los árboles fueran especies catalogadas en un manual de ecología. Porque

entonces sí, mi sueño kafkiano se habría quedado corto frente a la pesadilla real.

Jesús J. Cuenca Rodríguez

2025/08/15

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